La Envidia
He sentido envidia algunas veces en mi vida, y no propiamente de la buena. Es más, una envidia que se respete, genuina, siempre es mala. Entre todas las emociones negativas que he experimentado, la más dañina ha sido esa. La conozco bien, y por eso creo que puedo decir algo sobre ella.
La envidia profunda suele ser secreta e inconfesable, porque su carácter es vergonzante para el que la sufre. Es una energía que se oculta en su propia inconsciencia para no tener que pasar por el humillante proceso de ser reconocida y aceptada. El envidioso que no sabe que lo es lo sublimiza con el intenso poder de su ego desgraciado, que vocifera argumentos y juicios para minimizar a como dé lugar la grandeza que ve en el otro, pues esa envidia nace de una autoestima menoscabada y resentida frente a una clase de admiración que no ha logrado digerir.
Esta envidia huérfana es la más amarga de todas, porque quien debe hacerse cargo de ella la niega con todo su ser ante la incapacidad de llamarla por su nombre. Así es como se enquista y se desarrolla en un lugar inhóspito del alma, para luego salir a la luz de la conciencia bajo otras fisionomías, incluyendo la de la locura y la enfermedad física.
En la superficie, la envidia se traduce en no soportar que el otro se merezca lo que yo creo merecer con iguales o mayores méritos, en detestar que consiga lo que, según mi mezquino punto de vista, no es digno de él. Este extrañísimo pero tan corriente drama humano deposita en ese otro una de las claves que revelan su origen.
Es muy probable que ese al que íntimamente me cuesta concederle sus créditos simbolice mucho para mí; quizás sea un ídolo oscuro en mi santuario, a quien yo, en el puro fondo, quiero parecerme. El envidioso se siente denigrado por ese anhelo y se desprecia a sí mismo; de otro modo el odio y el ardor que se suscitan no serían tan corrosivos. Ver esta verdad es lo más duro para una persona que está ciega de envidia, pero, con seguridad, es el principio para salir de un estado que no deja tener paz de espíritu.
Lo más valioso que a veces traen esos sentimientos malsanos es la oportunidad de advertirlos y tener la valentía de admitir que es eso lo que nos pasa. Ese solo hecho nos hace más humildes, hasta el punto de no desear que alguien más los padezca y mucho menos gozar con ello. La envidia es un mal cruel; mejor ni provocarla ni sentirla.
Desde: El Tiempo
Margarita Rosa De Francisco
Columnista
Octubre de 2016
Colombia
*
Margarita Rosa De Francisco
Columnista
Octubre de 2016
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