Barack
Obama ladra y además muerde. Cuando anunció que controlaría los
salarios de los directivos de los bancos que reciban ayuda del Gobierno,
muchos creyeron que era puro populismo. Pues bien, la ley de estímulo
fiscal recién promulgada prevé límites salariales para los veinte
directivos con mayor remuneración de los bancos que se beneficien del
plan de salvataje bancario.
¿Es razonable intentar limitar los ingresos
de quienes ganan mucho? Algunos han criticado la medida en el caso del
salvataje financiero, afirmando que con una remuneración restringida
será difícil atraer los empleados idóneos para salvar los bancos. A mí,
por el contrario, me parece que es un objetivo encomiable. Es evidente
que quienes armaron semejante despelote no deben recibir ninguna
bonificación, y además es razonable que quienes administren
instituciones en crisis apoyadas con dineros públicos se sometan a
remuneraciones acordes con esas circunstancias.
Para no enredarnos en discusiones conceptuales, recuerden lo sucedido hace unas semanas cuando los presidentes de las tres grandes ensambladoras fueron a Washington a pedir ayuda financiera. Tras analizar la crisis de sus empresas, un congresista les preguntó cómo habían viajado a Washington, y los tres respondieron que en sus aviones privados. Cada uno de ellos había gastado 20 mil dólares en un viaje que en una aerolínea comercial les habría costado 500. ¿Y se atreven a pedir más plata de los contribuyentes? Como decía Verónica Castro, los ricos también lloran, pero con lágrimas de cocodrilo.
Esta crisis debería servir para ajustar los salarios estratosféricos, porque generan un fenómeno que podemos denominar el síndrome de la abundancia. Si bien la productividad laboral se puede ver incentivada a medida que suben los salarios, una vez se supera cierto umbral las remuneraciones excesivas promueven la mediocridad. Vean el caso de James Cayne, ex presidente de Bear Stearns, quien estaba jugando bridge con el celular apagado, mientras su empresa colapsaba. O vean el caso del Real Madrid, cuyos jugadores trastabillan siete puntos detrás de los del Barcelona, a pesar de recibir salarios estratosféricos. O vean el caso de los Yankees de Nueva York, que tienen la nómina más cara de las Grandes Ligas de béisbol (su costo anual supera los 200 millones de dólares, 50 millones más que el segundo equipo más costoso) y llevan cinco años sin llegar a la Serie Mundial.
Cuando el síndrome de la abundancia se agrava, las cosas se tornan patéticas: muchos de los que reciben remuneraciones exorbitantes sienten que tienen licencia para hacer lo que les venga en gana. No es raro que los Yankees tengan tres jugadores vinculados a escándalos por el uso de esteroides: Jason Giambi, Andy Pettitte y el insoportable Alex Rodríguez. Los tres sintieron que por recibir ingresos astronómicos podían estar por encima de las normas de los vulgares humanos, que es exactamente lo mismo que pensaron Bernard Madoff y Allen Stanford, el epítome de los millonarios que se pasan las reglas por la faja.
En Colombia tenemos una vasta experiencia en ese sentido, desde casos simples como los de los dueños de carros costosísimos que deciden ocupar dos parqueaderos en un centro comercial, hasta casos complejos como los que han ido forjando ese rasgo tan nuestro conocido como la cultura traqueta. Como dijo el poeta, 'el que tiene plata marranea', y eso, desafortunadamente, no puede cambiarlo ni Obama ni nadie.
Para no enredarnos en discusiones conceptuales, recuerden lo sucedido hace unas semanas cuando los presidentes de las tres grandes ensambladoras fueron a Washington a pedir ayuda financiera. Tras analizar la crisis de sus empresas, un congresista les preguntó cómo habían viajado a Washington, y los tres respondieron que en sus aviones privados. Cada uno de ellos había gastado 20 mil dólares en un viaje que en una aerolínea comercial les habría costado 500. ¿Y se atreven a pedir más plata de los contribuyentes? Como decía Verónica Castro, los ricos también lloran, pero con lágrimas de cocodrilo.
Esta crisis debería servir para ajustar los salarios estratosféricos, porque generan un fenómeno que podemos denominar el síndrome de la abundancia. Si bien la productividad laboral se puede ver incentivada a medida que suben los salarios, una vez se supera cierto umbral las remuneraciones excesivas promueven la mediocridad. Vean el caso de James Cayne, ex presidente de Bear Stearns, quien estaba jugando bridge con el celular apagado, mientras su empresa colapsaba. O vean el caso del Real Madrid, cuyos jugadores trastabillan siete puntos detrás de los del Barcelona, a pesar de recibir salarios estratosféricos. O vean el caso de los Yankees de Nueva York, que tienen la nómina más cara de las Grandes Ligas de béisbol (su costo anual supera los 200 millones de dólares, 50 millones más que el segundo equipo más costoso) y llevan cinco años sin llegar a la Serie Mundial.
Cuando el síndrome de la abundancia se agrava, las cosas se tornan patéticas: muchos de los que reciben remuneraciones exorbitantes sienten que tienen licencia para hacer lo que les venga en gana. No es raro que los Yankees tengan tres jugadores vinculados a escándalos por el uso de esteroides: Jason Giambi, Andy Pettitte y el insoportable Alex Rodríguez. Los tres sintieron que por recibir ingresos astronómicos podían estar por encima de las normas de los vulgares humanos, que es exactamente lo mismo que pensaron Bernard Madoff y Allen Stanford, el epítome de los millonarios que se pasan las reglas por la faja.
En Colombia tenemos una vasta experiencia en ese sentido, desde casos simples como los de los dueños de carros costosísimos que deciden ocupar dos parqueaderos en un centro comercial, hasta casos complejos como los que han ido forjando ese rasgo tan nuestro conocido como la cultura traqueta. Como dijo el poeta, 'el que tiene plata marranea', y eso, desafortunadamente, no puede cambiarlo ni Obama ni nadie.
- Publicación: www.portafolio.co
- Sección: Editorial - opinión
- Fecha de publicación: 26 de febrero de 2009